lunes, 18 de abril de 2011

Margarita de Habsburgo,sexualidad de trágicas consecuencias






Margarita de Habsburgo, sexualidad de trágicas consecuencias

Algunas personas de líbido exaltada han desempeñado con su forma de ser un papel fundamental en determinados momentos de la Historia. El denominado hambre sexual adquiere un protagonismo extraordinario en el comportamiento y concita a su alrededor el resto de la conducta. Son sujetos que parecen vivir por y para satisfacer su deseo, supeditando a este logro cualquier lance de su existencia, a veces llegando a torcer abruptamente una trayectoria histórica que la providencia parecía haber trazado en línea recta. Este es el caso de Margarita de Habsburgo, hermana de Felipe el Hermoso, que contrajo matrimonio con el Príncipe Don Juan, dos jóvenes sujetos a la máxima fogosidad de sus instintos sexuales recién despertados, cuyos actos tuvieron trágicas consecuencias.




No todo es mensurable en la naturaleza y desde luego no lo son las manifestaciones de ciertas pulsiones fisiológicas como es el caso de la sexualidad. En algunas personas la líbido se mantiene dentro de unos límites que vienen dados por la educación, las condiciones sociales en que el individuo se desenvuelve, los criterios morales en que se enmarca en cada cultura la práctica sexual, o la propia capacidad orgánica para el ejercicio de la misma.

En otras, la sexualidad se reprime de forma voluntaria, la castidad, o forzada por circunstancias que cohíben la libre expresión del deseo. En un tercer grupo, por fin, el denominado hambre sexual adquiere un protagonismo extraordinario en el comportamiento y concita a su alrededor el resto de la conducta. Son sujetos de ambos sexos que parecen vivir por y para satisfacer su deseo sexual, supeditando a este logro cualquier lance de su existencia. Si los primeros son sin duda los más numerosos, los individuos de este tercer grupo son los que más llaman la atención, y si no, que se lo pregunten a los millones de espectadores que día tras día y noche tras noche se apalancan inamovibles ante el televisor para asistir a la exposición pública y sin tapujos de ninguna clase de lo que debieran ser intimidades. Sus ídolos, amados o repudiados con pasión digna de mejor causa, son hombres y mujeres que han hecho de su actividad sexual y de su divulgación un modo de vida, muy lucrativo.

Algunas de esas personas de líbido exaltada han desempeñado con su forma de ser un papel fundamental en determinados momentos de la Historia, a veces hasta han llegado a torcer abruptamente una trayectoria histórica que la providencia parecía haber trazado en línea recta.

Margarita de Habsburgo (1480-1530), hermana de Felipe el Hermoso, era hija de Maximiliano I, Emperador de Alemania y de María, Duquesa de Borgoña, un pequeño territorio al nordeste de Francia que no había dejado de intervenir en la política europea desde hacía varios siglos amparándose en su estratégica situación geográfica, en su pujante economía y, también, en la rara sucesión de preclaras inteligencias con gran habilidad para la intriga que se dio entre sus gobernantes a lo largo de ese tiempo.

En el siglo XV, como en muchos de los siguientes, esa política continental se dirimía en las cancillerías y en los apaños conyugales tanto o más que en los campos de batalla. Los matrimonios, absolutamente apalabrados por intereses del todo ajenos al posible amor, y ni siquiera atracción física de la pareja, eran, de hecho, la principal garantía de alianzas entre reyes, como a veces de enemistades que terminaban en enfrentamientos armados. Todos los monarcas de Europa jugaban sus bazas en esa partida en que las cartas eran jóvenes, incluso niños, que permanecían ajenos a los altos designios de sus progenitores hasta que llegaba el cara a cara y el cuerpo a cuerpo de esos envites humanos. Cada jugador ponía sobre la mesa sus poderes y sus ambiciones y así se concertaban matrimonios o se deshacían promesas de los mismos. Entre los gobernantes que más practicaron con sus hijos este tipo de uniones de conveniencia estaban los Reyes Católicos de España. Precisamente ellos, Isabel y Fernando, que constituían uno de los raros ejemplos de unión por amor, saltándose esas conveniencias en su momento y los consejos de sus asesores, aunque luego las circunstancias favorecieron también el éxito político de lo que fue en un principio el “flechazo” entre dos príncipes con sendos graves problemas personales en sus respectivos reinos.

El casi continuo enfrentamiento con Francia llevó a los reyes españoles a buscar una firme alianza con Borgoña, un verdadero tábano en el costado del país vecino. Para los borgoñones también se trataba de un buen negocio.

Castilla y Aragón unidos, con la reciente expulsión de los musulmanes de la Península y la casi simultánea apertura de unos horizontes insospechados más allá del océano, con territorios en Italia propiedad de Fernando, eran los reinos con más futuro de toda Europa. En ese festín querían tomar parte los tan inteligentes como ambiciosos Maximiliano y María Isabel, la hija primogénita de Fernando e Isabel, y heredera de los reinos hasta el nacimiento de su hermano Juan. Se había casado con el príncipe Alfonso de Portugal, heredero de aquel trono y, al morir su esposo a la temprana edad de diecisiete años tras caerse del caballo, contrajo nuevo matrimonio con el hermano de aquél que reinó con ella en Portugal como Manuel II. Como se ve, los Reyes Católicos no desatendían ningún frente, a otra hija, Catalina, la casaron con el príncipe Arturo de Inglaterra y después, con su hermano Enrique VIII, aunque esto, como diría Kipling, es otra historia.

En el momento de concertar los tratos matrimoniales con Borgoña había dos hijos por cada parte en disposición de hacerlo. En España, el heredero, Príncipe Don Juan, y Juana, tercera en la línea de sucesión detrás del propio Don Juan y de Isabel, ya “colocada” en Portugal. En Borgoña –no en el Imperio, pues su máxima magistratura no era hereditaria sino electiva– estaban Felipe, que ya era conocido con el apelativo de el Hermoso, por sus agraciadas facciones y el donaire de carácter del que hacía gala, y Margarita, que no le iba a la zaga en buena dotación de encantos físicos. Mejor dos que uno debieron de pensar los padres y así, se apalabró a la vez el enlace de ambas parejas en 1496. Los matrimonios se celebraron, como era costumbre, por poderes antes de que los contrayentes se hubieran visto jamás personalmente.

En marzo de 1497, Margarita desembarca en Santander y pocos días después, el 3 de abril, se celebra la boda en la catedral de Burgos, actuando de celebrante el Cardenal Cisneros, con el máximo acompañamiento de personalidades de la nobleza y seguida de esplendorosas fiestas palaciegas y populares. Don Juan tenía diecinueve años sin cumplir, la novia, diecisiete. En ese tiempo eran edades adultas para un hombre y una mujer cuando la esperanza de vida no sobrepasaba de media los cuarenta años. Pero, desde un punto de vista estrictamente fisiológico, eran apenas dos jovencitos apurando la adolescencia y, como es lógico, sujetos a la máxima fogosidad de sus instintos sexuales recién despertados, con las hormonas y sus efectos en plena ebullición.

No puede extrañar que los recién casados pasaran de inmediato a cumplir, no lo que la diplomacia había tramado en silencio, sino lo que sus cuerpos les pedían a gritos. El encuentro amoroso fue explosivo y los jóvenes no se dieron descanso durante varios días en los que no se preocuparon de aparecer por los salones donde se festejaba su matrimonio. Los criados dejaban discretamente los alimentos en la puerta de la alcoba principesca y retiraban con igual discreción las inmundicias que la esclavitud de la carne no excusaba ni a tan altos señores. Pasados esos primeros días de alborozo sexual hubiera sido de esperar que los cónyuges espaciaran sus tórridos encuentros de cama, pero no fue así. Margarita había descubierto los placeres de la sexualidad y se entregó a ellos con entusiasmo, y don Juan no la defraudaba en ningún momento, a pesar de que su organismo empezó pronto a resentirse.

Margarita poseía la salud y la energía física que caracterizaron siempre a su estirpe borgoñona, cuajada de hombres vigorosos y de mujeres paridoras de grandes proles, un cuerpo de porcelana recubría a un organismo de hierro.

Además, igual que su hermano, estaba educada en una corte donde las fiestas y los placeres de todo tipo eran una constante diaria, por lo que ese cuerpo le pedía alegrías y en la austera corte española éstas casi se reducían a las que podía encontrar en el lecho con un marido amante y deslumbrado. Don Juan, por su parte, se formó al lado de sus padres quienes, siempre agobiados por los mil problemas de la difícil gobernación de los reinos, no eran, desde luego, un ejemplo de reyes festivos. En cambio, el heredero de Castilla y de Aragón recibió la más esmerada de las educaciones en asuntos políticos y en la cultura renacentista. Junto a los Reyes Católicos, en su corte itinerante, se encontraban algunos de los más destacados intelectuales de la época, humanistas de la talla de Antonio de Nebrija y, sobre todo, el italiano Pedro Mártir de Anglería, verdadero consejero áulico de Doña Isabel para cuestiones culturales que ella consideraba tan importantes como las políticas en un buen gobierno.

Don Juan había sido solemnemente investido caballero en la misma Vega de Granada durante los estertores finales de aquella guerra, teniendo como padrinos de armas al Duque de Medina Sidonia y al Marqués de Cádiz. Asistió a la entrega de la ciudad por Boabdil en el último acto de la Reconquista, estuvo de pie junto a sus padres en la recepción que éstos hicieron a Cristóbal Colón en el Salón de Ciento de Barcelona a su regreso del Descubrimiento, apadrinó a varios de los indios traídos por Colón en ese viaje cuando fueron bautizados en el Monasterio de Guadalupe, y, en fin, a sus años, sus mayores distracciones eran leer, estudiar, montar a caballo y participar en justas caballerescas con hombres que le doblaban o triplicaban la edad. Al tiempo que se desarrollaba intelectualmente y en sobrias artes de gobierno, su salud no era muy buena y era motivo de preocupación para su madre, una mujer que siempre gustó de ejercer como gallina clueca de sus hijos, reservándoles un tiempo y una atención que sabía compaginar con las tareas de reina y con la discreta vigilancia de las muchas actividades extraconyugales de Fernando.

Al llegar la boda de Burgos se encontraron dos instintos sexuales a tope pero encerrados en cuerpos de bien distinta complexión. De que aquella constante efusividad sexual podía derivar en serios perjuicios para la enteca salud del príncipe, se dieron cuenta enseguida los sensatos cortesanos de Doña Isabel, y así se lo dijeron a la reina con el apoyo del testimonio de varios médicos.

Pero ella estaba imbuida de unas profundísimas convicciones morales cristianas y a quienes la aconsejaban que separase por una temporada siquiera a los cónyuges, les respondía con las palabras de la liturgia matrimonial: “Lo que ha unido Dios, no lo separará el hombre”. Y no permitió que nadie se inmiscuyese en la vida sexual de su hijo y de su legítima esposa, aunque muy probablemente, porque era muy inteligente y era madre, albergase la misma inquietud en el fondo de su corazón. Pedro Mártir de Anglería, uno de los que habían hablado a doña Isabel en ese sentido sin obtener resultado, escribía por esas fechas una carta al Cardenal de Santa Cruz y en ese texto afirmaba, refiriéndose a la reina: “La ensalcé por constante, sentiría tener que calificarla de terca y excesivamente confiada.”

Don Juan se consumía a ojos vistas, pero mantenía la actividad sexual sin decaimiento de ánimo y de deseo por más que la salud le diera avisos en forma de enflaquecimiento del cuerpo y frecuentes vahídos de la mente. En septiembre de 1497, los príncipes visitaron Salamanca que se engalanó en fiestas para recibirlos. Durante esa estancia Don Juan enfermó de extrema gravedad y el día 4 de octubre, seis meses justos después de haber contraído matrimonio, dictó su testamento declarándose “enfermo de mi cuerpo e sano de mi seso e entendimiento cual Dios me lo dio”. Murió tres días más tarde.

Las fiestas se tornaron en luto en Salamanca y éste cubrió toda España. La tragedia de los herederos españoles malogrados a lo largo de la Historia, cuestión que daría para llenar varios libros, escribía otro capítulo. El dolor de Doña Isabel fue terrible, pero una vez más demostró una increíble entereza de ánimo que fue una de las características fundamentales de su temperamento y de su actividad pública y privada. Lloró al hijo en la más estricta intimidad, lamentó la pérdida del heredero de una nación forjada por su mano con enorme esfuerzo, pero la vida tenía que seguir y el pulso no podía temblarle. Mandó construir para Don Juan, en el Monasterio de Santo Tomás en Ávila, el más maravilloso sepulcro que hubieran conocido los siglos y el artista italiano Doménico Fancelli esculpió en alabastro una obra excepcional que todavía asombra por su belleza a quienes se acercan a los pies del altar mayor de esa iglesia castellana.

Como siempre sucede en estos casos, los rumores sobre un posible envenenamiento del príncipe corrieron como el viento por el reino. Pero duraron poco. La gente conocía de sobra el género de vida que habían llevado los príncipes y todos en España fueron de la opinión de que esos excesos sexuales habían sido la cusa principal, si no la única, de la enfermedad y muerte de don Juan. Si miramos la cuestión retrospectivamente con criterios médicos tendremos que estar de acuerdo en gran parte con ese juicio de los contemporáneos. Ciertamente el sexo, por muy ardiente e incansable que sea su práctica, no mata de manera directa a un individuo, pero sí es capaz, en esas condiciones, de debilitar un organismo ya de por sí enfermizo como debía de ser el del príncipe. Ya han pasado los tiempos en que desde el púlpito y el confesonario se nos avisaba de los graves perjuicios que para la salud conllevaba casi todo lo relacionado con la actividad sexual, sobre todo si ésta se efectuaba en solitario o sin la cobertura sacramental del matrimonio. Era una época, que alcanza hasta la juventud de muchos de nosotros, donde el sexo en esas condiciones era presentado con imágenes sobrecogedoras de enfermedades cutáneas, “reblandecimiento de la médula” (terrible e ignorada patología que nunca llegamos a entender pero que asustaba lo suyo), ceguera o locura. En realidad, esos intimidatorios predicadores estaban “cogiendo el rábano por las hojas” y aludían a algunos males ciertos derivados de la práctica sexual, las conocidas como enfermedades venéreas, una verdadera lacra social que todavía pervive, pero de la que no tiene la culpa la sexualidad sino que son procesos infecciosos que se extienden por esa vía de contagio. Lo que seguramente llevó a la muerte al Príncipe Don Juan fue una suma de factores: era un muchacho feble, quizá afectado por algún proceso crónico pulmonar como la tuberculosis, tan frecuente destructora de vidas jóvenes hasta casi ayer mismo, con pocas reservas físicas por haber transcurrido su corta vida si no entre algodones, sí con poco ejercicio, exceptuando aquellos torneos como de juguete a los que se prestaban para divertirle los caballeros cortesanos de sus padres. Y, eso no se puede negar, el desgaste físico de sus relaciones sexuales desmesuradas. Ante un paciente con alguna enfermedad debilitante o en un estado de agotamiento por cualquier razón, los médicos siempre han recomendado, junto a los medicamentos de que dispone la farmacopea de cada época, el reposo como uno de los remedios coadyuvantes para la curación, y en ese reposo se incluye el sexual, puesto que el consumo de energía y la sobrecarga para el sistema cardiovascular durante una relación de este tipo es superior al soportado en un ejercicio físico de intensidad más que mediana, según se ha comprobado modernamente con meticulosos estudios. En resumen, Don Juan era muy probablemente enclenque y enfermizo y la fogosidad con Doña Margarita no hizo más que rematar la faena.

Es interesante destacar, porque es un dato que quizá apoya esa idea de endeblez física del sujeto, que a pesar de las relaciones sexuales tan asiduas desde el primer día, Margarita no quedara embarazada sino muy poco tiempo antes de la muerte de su marido. En el curso de casi seis meses no hubo relación fecunda.

No es una situación excepcional, incluso en parejas sanas que acuden preocupadas a la consulta médica antes de ese plazo con la ansiedad de creerse estériles, pero tampoco demasiado frecuente y ocasionalmente, puede hallarse algún problema, aunque sea de menor cuantía, en uno de los dos. Puede tratarse de que la mujer tenga ciclos anovulatorios, periodos en los que no se produce salida de óvulo en el ovario, o de que el varón padezca algún trastorno en la producción o, más habitualmente, en la movilidad de los espermatozoides, o simplemente, y aunque parezca extraño, que la naturaleza se tome su tiempo para cumplir con la función reproductora por motivos que aún hoy se nos escapan.

El caso fue que Margarita estaba encinta cuando la tragedia de Salamanca y durante unos meses se mantuvo en toda la nación, pero muy especialmente en el ánimo de los reyes, la esperanza de una sucesión. No pudo ser y la princesa acabó pariendo una criatura muerta con lo que se cerraba esa línea dinástica que hubiera sido la normal. Margarita, una vez concluida definitivamente la misión que la había traído a España –la misión entonces de todas las mujeres, reinas, princesas, nobles o plebeyas no era otra que la de dar hijos a sus maridos-, regresó a su tierra flamenca donde en 1501, el año en que nacía el futuro Emperador Carlos, contrajo matrimonio con el Duque Filiberto de Saboya en un nuevo arreglo de cancillería de su padre, el intrigante Maximiliano. De esta unión, que duró apenas tres años y de cuyos detalles amatorios nada sabemos, no hubo tampoco fruto y la doblemente viuda, con sólo veinticuatro años, iba a cambiar por completo su vida. Sentó, por así decirlo, la cabeza y el resto de su cuerpo y cumplió misiones políticas y de gobierno muy importantes, como la regencia de los Países Bajos durante la minoría de su sobrino Carlos y luego la gobernación de los mismos en las largas ausencias de éste cuando fue rey efectivo de aquellos territorios. Su labor de gobierno ha sido considerada como extraordinariamente eficaz y provechosa para el reino por todos los historiadores, lo que permite, en un ejercicio de imaginativa y vana ucronía, suponer lo que hubiera podido ser su reinado en España al lado de un don Juan vigoroso: el mundo entero sería hoy completamente distinto a como lo conocemos, configurado por los sucesos posteriores.

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