sábado, 30 de abril de 2011

El estado actual de la Psicofarmacología y la Psiquiatría





Comentario: el estado actual de la psicofarmacología y la psiquiatría
viernes, 01 abr 2011

Por Ross J. Baldessarini


* Director, Psychopharmacology Program, McLean Hospital Belmont, Massachusetts, Estados Unidos
* Professor of Psychiatry and in Neuroscience, Harvard Medical School, Boston





La psiquiatría clínica moderna ha pasado a estar dominada por la psicofarmacología a múltiples niveles a lo largo de las últimas décadas, tras una época de hegemonía psicodinámica en muchos países. La inauguración de una importante revista de psiquiatría internacional, la Revista de Psiquiatría y Salud Mental española, nos brinda la oportunidad de analizar el estado actual de la psiquiatría en relación con la psicofarmacología.


El inicio de la psicofarmacología moderna puede fecharse en el momento de la reintroducción del carbonato de litio (utilizado anteriormente para tratar la gota) en la medicina clínica para el tratamiento y la prevención de la manía por parte de John Cade en Melbourne en 1949, o en los descubrimientos iniciales de los efectos antimaníacos y antipsicóticos de clorpromazina en París por Pierre Deniker et al1 en 1952. El fármaco neuroléptico-antipsicótico clorpromazina y sus múltiples análogos químicos aparecidos en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo procedían de agentes antihistamínicos-sedantes conocidos desde finales de la primera década del siglo xix. Esto constituyó una importante contribución de la tecnología química y farmacéutica, pero también intervino en ello la observación clínica casual. Su descubrimiento condujo finalmente al desarrollo de los antidepresivos, empezando con la imipramina a finales de los años cincuenta, y de los fármacos antipsicóticos de segunda generación («atípicos»), el primero de los cuales fue la clozapina, en 1960. Ambos fármacos diferían de los neurolépticos tricíclicos por tener un anillo central de siete carbonos que modificaba radicalmente las características estereoquímicas y las acciones de estos fármacos respecto a los agentes antagonistas de los receptores principalmente de dopamina D2 que tenían abundantes efectos adversos neurológicos, para pasar a ser un agente antagonista débil de la dopamina y antiserotoninérgico potente (clozapina) o un inhibidor del transporte neuronal de noradrenalina o serotonina (antidepresivos tricíclicos)1,2.




Estos descubrimientos clínicos, en gran parte accidentales, aunque recogidos con gran perspicacia, estimularon fuertemente toda una generación de investigaciones básicas y aplicadas destinadas a aclarar las acciones de los nuevos fármacos y a orientar el desarrollo de nuevos tratamientos que se esperaba que fueran mejores. Además, un concepto central asociado a esta investigación biológica fue que lo contrario a las acciones farmacodinámicas de los fármacos antipsicóticos, antimaníacos o antidepresivos podría aportar una pista respecto a la fisiopatología, si no la etiología, de los trastornos psiquiátricos importantes que todavía eran idiopáticos. Esta estrategia cuestionable concuerda con lo que se ha realizado a lo largo de la historia de la investigación biomédica en psiquiatría a lo largo de los dos últimos siglos, que han estado marcados por oleadas de intentos de aplicar desarrollos técnicos en ese momento innovadores de la biología y la medicina general a la psiquiatría3. En el caso de la psicofarmacología, surgió la esperanza de que una gama limitada de acciones farmacológicas identificadas fuera necesaria y a la vez suficiente para explicar sus efectos y para introducir innovaciones adicionales. Este planteamiento condujo a avances extraordinarios en el conocimiento de la neurobiología básica de la neurotransmisión de las sinapsis químicas cerebrales4, además de respaldar una eficiencia cada vez mayor en la identificación precisa de nuevos compuestos con acciones similares a las de los más antiguos1,2.


Este proceso, aparentemente plausible, muy atractivo e incluso convincente, se desarrolló a lo largo de varias décadas, impulsado por un círculo de pensamiento cerrado, cuyos orígenes quedaban a menudo olvidados. Este proceso se ha caracterizado, por ejemplo, por considerar prácticamente de forma exclusiva los fármacos antidopaminérgicos como posibles tratamientos para los trastornos psicóticos o la manía, y los fármacos potenciadores de aminas como posibles antidepresivos. Aunque las características químicas involucradas en ello han sido cada vez más diversas, las acciones farmacológicas básicas han continuado siendo similares a las de los fármacos que se conocían en 1960. Cabe argumentar que la innovación real se ha visto dificultada por este pensamiento circular y cerrado, ciertamente en cuanto al desarrollo de fármacos, pero también en cuanto al planteamiento de hipótesis biológicas, puesto que las dos líneas de investigación han estado cada vez más entrelazadas. El resultado ha sido una notable disminución de la innovación real durante la pasada década, a pesar de las inversiones masivas en investigación y desarrollo y de la introducción de nuevas tecnologías muy potentes de investigación y de búsqueda sistemática5. Es decir, son muy pocos los nuevos fármacos psicotropos que constituyen mecanismos de acción novedosos, y los candidatos que ha habido han fracasado a menudo en el ámbito clínico. Además, los costes del desarrollo han pasado a ser enormes, sobre todo para los ensayos clínicos, que cada vez más son incapaces de mostrar una eficacia clara de nuevos agentes1,2,5. Además, existe un paralelismo en los avances manifiestamente desalentadores en el conocimiento biológico de la posible fisiopatología, y no digamos ya de la etiología, de los principales trastornos psiquiátricos, o en la aplicación de nuevos principios biológicos al desarrollo directo de tratamientos mejores o con un mayor fundamento racional6,7,8,9.


Este proceso científico se ve gravemente limitado por la falta de pistas plausibles respecto al fundamento biológico coherente de los síndromes psiquiátricos principales idiopáticos. A pesar de su aparente plausibilidad y productividad en tantos aspectos de la medicina moderna, la confianza en la posibilidad de que los enfoques biológicos contribuyan a aumentar el conocimiento básico de los principales trastornos psiquiátricos parece requerir un verdadero acto de fe. Sin una patología tisular o una fisiopatología coherente que permitan orientar tanto la investigación básica, orientada a la etiología, como la terapéutica experimental racional, la psiquiatría continúa a la espera de descubrimientos imprevistos y de las consecuencias del tipo de observaciones casuales que llevaron al descubrimiento de la práctica totalidad de las clases de fármacos psicotropos modernos hasta 19601,2. El conocimiento cada vez más sofisticado de las acciones farmacológicas parece ser la luz con la cual se intenta encontrar las llaves perdidas, aun cuando haya pocas razones para pensar que este enfoque (por muy atractivo y plausible que sea) vaya a resultar superior a ningún otro.


Por expresarlo de manera concisa, la psicofarmacología puede haber estado y continuar estando sobrevalorada, no sólo como vía para la obtención de un conocimiento biológico sobre trastornos todavía idiopáticos, sino también incluso como fundamento satisfactorio para avanzar en el tratamiento clínico. La fácil disponibilidad en todo el mundo de una gama creciente de tratamientos farmacológicos para la mayor parte de los trastornos psiquiátricos ha tenido enormes repercusiones en la conceptualización y la práctica de la psiquiatría clínica, gran parte de ellas favorables o incluso revolucionarias, pero también algunas cuestionables o incluso contraproducentes. Plantear las teorías biológicas basándose en las acciones de los fármacos psicotropos ejerce unos efectos estimulantes y, a la vez, limitadores sobre la investigación biomédica en psiquiatría, y además tiene repercusiones importantes en la terapéutica y en la práctica clínica psiquiátricas.


Durante varias décadas hemos dispuesto de fármacos para tratar una amplia gama de enfermedades mentales graves, incluidas las psicosis, los trastornos bipolares y depresivos, y los diversos síndromes de ansiedad y adicción. Los fármacos aprobados para el uso clínico y la comercialización han cumplido generalmente los criterios de eficacia convencionalmente aceptados. Esos criterios incluyen de forma característica el hecho de ser estadísticamente superior a un placebo inactivo en al menos algunos ensayos clínicos controlados y aleatorizados, y el de ser aparentemente similares en sus efectos beneficiosos a los fármacos ya aceptados para un uso clínico amplio. Sin embargo, este tipo de evidencia tiene importantes limitaciones. Muchos productos candidatos a un empleo como medicación superan al placebo de manera poco uniforme, y pueden producir unos efectos paliativos marginales sobre algunos síntomas. Estos efectos favorables pueden ser estadísticamente aceptables, pero pueden tener una magnitud del efecto bastante limitada o pasar por alto aspectos clínicamente importantes de la enfermedad, como la capacidad cognitiva, la función o la mayor mortalidad. Obtener una evidencia adecuada sobre la efectividad profiláctica a largo plazo resulta aún más difícil que demostrar la eficacia a corto plazo en las fases agudas de unas enfermedades que se reconocen cada vez más como recurrentes o crónicas. Ha habido una tendencia a aceptar como evidencia a este respecto los resultados de ensayos clínicos en los que se suspenden los tratamientos que se están empleando y ello va seguido de una recaída clínica. Estos ensayos se realizan a menudo en pacientes cuidadosamente seleccionados que apenas se recuperan de la enfermedad aguda y no son necesariamente representativos. Además, muchos ensayos no parecen tener en cuenta la demostración repetida de que, con prácticamente todos los tipos de fármacos psicotropos, al suspender la administración, sobre todo si se hace rápidamente, se produce de forma temprana un riesgo excesivo de recurrencia o recaída10,11,12, lo cual plantea cuestiones tanto clínicas-científicas como éticas1.

El establecimiento de una terapéutica racional y basada en la evidencia,cuando menos en psiquiatría, continúa siendo una esperanza lejana, puesto que resulta difícil ordenar según su eficacia los fármacos disponibles de una misma clase. Es decir, los intervalos de confianza de las valoraciones de la mejoría o de las tasas de «respondedores» (porcentajes de pacientes que muestran una mejoría sintomática parcial en ensayos de una duración limitada) suelen solaparse, incluso en muchas de las poco frecuentes comparaciones directas de fármacos antidepresivos,antipsicóticos y antimaníacos.Este punto muerto en el que nos encontramos puede reflejar las considerables limitaciones que tienen los métodos de ensayos clínicos cuando se aplican a los trastornos psiquiátricos, basándose de manera casi exclusiva en las valoraciones de los síntomas altamente subjetivas (que son, a su vez, una imagen bastante limitada de las repercusiones clínicas que tienen los trastornos psiquiátricos). Además, hay una gran heterogeneidad incluso en los diagnósticos asignados de manera muy cuidadosa sobre la base de los sistemas nosológicos modernos, que continúan siendo descriptivos y fenomenológicos, y tienen un valor predictivo variable.Cabe esperar una heterogeneidad adicional de los diagnósticos como consecuencia de la tendencia recientemente popularizada de hacer participar a múltiples centros internacionales en los ensayos de medicamentos.Esta tendencia aparentemente eficiente ha sido potenciada al hacer participar en los estudios a centros de menor coste, aunque de áreas remotas y menos desarrolladas, con lo que es incierta la posibilidad de generalización de los resultados a los mercados clínicos principales. En los países desarrollados, cada vez se recurre más a las organizaciones de investigación bajo contrato (CRO) para gestionar los ensayos clínicos dentro de las consultas clínicas, habitualmente con pocos pacientes por centro y con una afectación relativamente leve por la enfermedad. Otra posibilidad es que muchos centros académicos o especializados tiendan a incluir a pacientes cada vez más complejos y atípicos en los que han fracasado los tratamientos previos.Todas estas tendencias pueden aumentar la heterogeneidad y la inconsistencia en los resultados de los ensayos clínicos, con un descenso de las comparaciones del fármaco con placebo y una menor posibilidad de generalización. A su vez, estos resultados tienen probablemente su origen en la tendencia de las observaciones heterogéneas a presentar una regresión a la media del resultado.Es de destacar que el problema del diagnóstico y la clasificación psiquiátricos no es sólo un problema importante para la terapéutica experimental, sino también para la mayor parte de formas de investigación psiquiátrica, incluida la dificultad para encontrar formas de identificar «fenotipos» relativamente homogéneos para los estudios genéticos y de otro tipo.


La falta de una separación clara, según su eficacia, de los diversos fármacos para la mayoría de tipos de psicotropos comporta la necesidad de realizar más ensayos de comparación directa en vez de comparaciones de los resultados de distintos ensayos, y tal vez la conveniencia de considerar características de subgrupos que representen a los pacientes con mayor o menor capacidad de respuesta o tolerancia del tratamiento. Ambas sugerencias han encontrado una fuerte reticencia por parte de la industria. Es improbable que un fabricante tenga interés en someter a su producto a ensayos comparativos destinados a identificar cuál es el mejor medicamento. De igual modo, muchos directivos de corporaciones parecen preferir las posibilidades de comercialización amplia de fármacos que pueden aportar un beneficio mensurable, aunque no necesariamente óptimo, en categorías amplias de pacientes con trastornos heterogéneos. Sin embargo, un número cada vez mayor de expertos en marketing perciben el valor de diferenciar sus productos de otros fármacos muy similares mediante la demostración de una eficacia o tolerabilidad superiores en subgrupos clínicos específicos.

Por último, aunque sea doloroso tener que considerarlo, la aparición de los tratamientos farmacológicos modernos para la mayoría de las enfermedades mentales graves ha interaccionado de maneras complejas con la práctica clínica y con la economía de los sistemas actuales de asistencia clínica. La clasificación rápida, aunque sea de forma superficial en grupos diagnósticos poco seguros, seguida de una prescripción, evitando tener que ocuparse de una asistencia global, y con un cuidado posterior muy limitado, puede ser atractiva desde el punto de vista económico, pero comporta el riesgo de fomentar una práctica clínica minimalista y relativamente irreflexiva. Aunque se han señalado las graves limitaciones del movimiento «biopsicosocial» como base para una mejora del diagnóstico o como método de investigación,existen abundantes razones clínicas para adoptar un enfoque más global frente a los pacientes con trastornos psiquiátricos importantes de causa desconocida, que es característico que sean complejos y que comporten una alteración de la vida del paciente. En pocas palabras, sería una tragedia que la simplicidad, la eficiencia y el ahorro de costes continuaran dando una influencia indebida a la psicofarmacología clínica, incluso si se olvidaran los avances que se han producido en los dos últimos siglos en la psicopatología y los enfoques psicosociales.

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